Cobo Quevedo

Autor de Elrefutador, una novela de culto.

"En el mundo del refutador los errores cognitivos se pagan con la muerte"

—El libro en realidad contiene dos libros, en principio pensados como dos novelas separadas. ¿Está justificada la propuesta del editor de presentarlas como una sola?

—En el embrión cuya prolongada gestación comienza hacia 1998 hay un solo relato. La presentación en un volumen está, pues, justificada desde el punto de vista embriológico. Además, un amigo que dice andar sobrado de antenitas, certero, según él, olfateador de tendencias, me aseguró hace poco, en voz muy baja, casi estremecedora, que en el mercado editorial (en la orilla de la demanda, no en la de la oferta) hay una añoranza (no sé si subconsciente o inconsciente, si salvaje o reprimida) de la obra señera, del tocho clásico, decimonónico. La demanda echa de menos, según este olfeateador de tendencias, Tolstois y Clarines, Kareninas y Regentas. El tiempo nos dirá si mi amigo ha olfateado un nicho de mercado o un nicho en el mercado, ese gran cementerio. Hay que arriesgar para salir en la foto de portada, por no hablar de la foto del artículo en la Wikipedia. La foto de la lápida, tal como está la cosa, la tenemos segura.

—Usted se ha referido a El refutador como un conjunto de relatos cómicos. ¿Qué los amalgama como novela?

—No hay juegos enrevesados con el tiempo ni con los puntos de vista. Esos líos no divierten ya a nadie, creo. El autor sería el primero en hacerse un lío. En cuanto a eso de la novela coral o sinfónica, el rollo de la coherencia arquitectónica, la cohesión estructural, el andamiaje, pero sin lastimar la autonomía de los episodios. Estoy de acuerdo en que hay que respetar y complacer al lector que empieza el libro por la mitad, pero no tengo talento para urdir tramas temporales ni tampoco para componer coros o sinfonías. No soy Beethoven. No soy Bruckner. No soy arquitecto. No soy, no he sido nunca, de hecho, ni albañil siquiera. No entiendo de andamiajes. No soy capaz de distinguir a simple vista el cemento del hormigón.

—Ha dicho “no soy arquitecto”, por cierto. ¿Qué papel juegan los arquitectos en El refutador?

La primera parte de la novela transcurre en los tiempos del desplome del ladrillo. Al narrador, que no es arquitecto ni nada que se le parezca, le ofrecen un contrato para diseñar un proyecto de arquitectura en una zona rural.

—Se está apostando en la promoción por presentar su libro como algo radicalmente original, pero ¿qué secretas deudas puede tener El refutador?

—Casi todos los maestros adorados en mi adolescencia se me han caído de la peana o de la mesita de noche. Kafka no se me ha caído de la mesita. Me gusta su tratamiento cómico de la burofobia. Me gusta lo que Kafka no hace. Nunca escribe bonito.

—¿Entonces la novela es sobre todo kafkiana? ¿Es un laberinto más verbal que físico?

El refutador es un entramado (espero que nada laberíntico) de relatos cómicos. En ese sentido y solo en ese sentido sí es kafkiano. Su intención es hacer pasar un buen rato al lector de metro que disfruta con Conan Doyle y no traga al originalísimo autor de La jalousie. A mí me pasa más o menos lo mismo. Los constructores de laberintos físicos forman parte de la elite intelectual del SEPE. El satélite de Google les ha quitado toda razón de ser y los ha dejado sin sustento. Expresado en seis poderosas sílabas: los ha jodido bien. Hubo quien colgó un letrero a la entrada de su labeirnto: "Apaguen, por favor, sus teléfonos móviles". El público no hizo caso del letrero. Es la condición humana. El constructor de laberintos verbales no forma parte de ninguna elite intelectual. Es un coñazo, un embustero que dice escribir para sí mismo pero que secreta, obsesivamente, sueña con ese lector único, voraz, devoto, omnisciente. El doctorando, vaya. Si la tesis está cosida con retales de la Wikipedia, mejor aún. Gatantía de visibilidad y viralidad. Trending topic en el pío pío.

—Usted prácticamente vive en un camión. ¿Cuándo y cómo escribe? ¿Cómo ha escrito El refutador?

—La vida del camionero es esclava pero los fines de semana en un área de servicio de Orleans o Gante tiempo es lo único que sobra. Y en esos parajes llueve mucho.

—“Una lucha por la supervivencia en el ring de la oratoria”, ¿sirve esto como presentación del libro?

—Sí, si entendemos "oratoria" en sentido clásico, como Retórica, el arte de persuadir, no como mero virtuosismo verbal. Oratoria como instrumento de una estrategia.

—En el libro no sobraría un glosario, porque usted inventa un pequeño idioma. ¿Por qué esas palabras raras?

—Hay que engordar entre todos el diccionario de la RAE. Diez tomos sería todo un logro. Corona de siglos de civilización.

—Desde su primera novela publicada, hace 18 años, ¿ha escrito algo más?

—Aquella novela era mala de suicidio. Mala de dar ese paso. Hubo gente lúcida que me felicitó por ella. En aquel tiempo ignoraba el motivo real de esa felicitación pero ahora, ahora que los años me han abierto por fin los ojos, ahora sé que lo hicieron para salvarme la vida, para impedir que diera ese paso. Aprovecho este modesto espacio público para darles las gracias de todo corazón. La verdad es que yo, al igual que la mayoría de mortales pensantes y escribientes, no estaba en absoluto por dar ese paso. La raza pensante y escribiente es narcisista y terca. Paga un alto precio por ese ombliguismo y esa obcecación. La vida ulterior se convierte en un infierno. El infierno del cajón de manuscritos. Un par de centenares de folios y un enorme rotulador rojo. Hay quien nunca encuentra ese rotulador rojo. El infatigable. El de la fe en sí mismo. El que nunca desfallece. Otro infierno no menos atroz le aguarda. El infierno del manuscrito rechazado. El infierno de tener que lidiar con ese editor remoto, codicioso, pesetero, vaya, ese amañador de justas literarias y gran degustador de caldos recalentados que no quiere ni oír hablar de las reclamaciones de los herederos de Faulkner. Me aburren esos infiernos. Me he dedicado a hacer otras cosas.

¿Es su novela una sátira en clave de la política y economía del Primer Mundo?

-No. La sátira me parece un género degenerado, facilón, despreciable. Un género hoy condenado al fracaso. El retrato nunca está a la altura del modelo.

— Las palabras extrañas que adopta en su novela, ¿no teme que dificulten la lectura? Por ejemplo, ¿qué es la gallera, o un "bastantero"?

—No creo que sean un obstáculo para una lectura fluida. Es un relato coloquial (no se puede, en mi modesta pero firme opinión, escribir de otro modo) y la mayoría de esas palabras se explican o se comprenden por el contexto. El bastantero es un especialista en determinar el peso de alguien. Un desenmascarador. Un eviscerador. Es una figura esencial en un mundo plagado de embusteros e impostores. La gallera es una peculiar organización criminal de desplumadores cuyos miembros son expertos lingüistas. Hay cohesores, detractores, indignadores, etc. A quien "indignador" le suene raro, no sé, que encienda la tele. Hay indignadores a punta pala. Nadie, que yo sepa, los llama así, pero eso es lo que son. "Indignador" será, qué duda cabe, un firme candidato a dar el cante en la próxima edición del diccionario de la RAE. Quienes dominan todas las disciplinas lógicas alcanzan el nivel supremo: el gallo. Se hacen llamar así porque son los artistas del combate mano a mano en recintos cerrados pero nada definidos, en "contextos de incertidumbre".

—¿Quién es el refutador? ¿Qué es? ¿Puede facilitar alguna clave para descifrar un enigma que quizá ni siquiera tenga solución tras las 720 páginas del libro?

El refutador es un asesino, un sicario. No un sicario de tiro en la nuca. Es la estrella y, al mismo tiempo, el obrero más puteado de la gallera porque se tiene que enfrentar solo a un mundo manipulado y falseado, mezcla de farsa y brutalidad, un mundo en el que nadie es quien dice ser y en el que los errores lógicos y cognitivos se pagan con la muerte.